martes, 23 de diciembre de 2008

No sabremos cuando

Abre los ojos, expectante. Es de día, o al menos eso dice el sol que inunda descarado con sus rayos la habitación. Vacía, silenciosa, cálida, la pequeña atmósfera que acompañaba a cada despertar. Se levanta dubitativa, apoyando los pies en el suelo de madera, él no está allí. Mira la pantalla del despertador, inquieta. Era muy temprano, pero al mismo tiempo ya era tarde. Se sienta en el borde de la cama y enciende la radio. Según el reloj en pocos minutos comenzarán los informativos, hunde su cara entre ambas manos y decide esperar, como siempre, esperar.

Se hicieron largos, eternos, pero surcaron velozmente sus pensamientos, tenía que ir allí. Coge el abrigo y sale corriendo, despeinada. No para de correr, apretando las mandíbulas para que no se escapen las lágrimas que inundan sus ojos. Todos aquellos años temiendo algo así, todos aquellos texto, denuncias a un sistema de gobierno atroz e innecesario, aquellas canciones de continuas críticas sociales.

Luces naranjas y sirenas que desgarraban el silencio en aquella plaza casi desierta. Solo algunas personas seguían en corro, como un cordón de seguridad humano que delimitaba la zona, como los cipreses de un cementerio bordea los cuerpos en descanso. Deja de correr, empuja, se abre paso. Sus ojos abiertos de par en par, contemplan los restos de lo que parece una batalla...una batalla absurda. “No es absurdo, no es algo que se pase con la edad. Es lo que quiero hacer y a eso voy a dedicar mi vida”. En su cabeza retumbaban aquellas palabras que se tornaban en rabia. Dos cuerpos agachados, envueltos en chalecos reflectantes asistían su cuerpo tirado en el suelo. Un policía intenta pararla, agarrándole por el hombro. En ese momento todo el dolor y la rabia se concentraron en sus ojos, clavados en los de aquel hombre. No necesitó tan siquiera forcejear, comenzó a caminan dejando que él mismo se diera cuenta que tenía que soltarla.

Se agachó junto a aquellos cuerpos anaranjados y miró el rostro ensangrentado del hombre. Tal vez aquellas voces lejanas que escuchaba trataban de calmarla, pero apenas les prestaba atención. Estaba vivo, inconsciente, con manchas rojas en la ropa que se intuían sobre el negro de sus ropas. Cuando pudo ver sus ojos abiertos ya llevaba horas sentada en una incomoda silla junto a su cama de hospital. Debía haber llevado a cabo aquel proyecto de fin de carrera en vez de la silla de ruedas inteligente, pero ya daba igual. Agachó su cabeza hasta acercarse a él, pero los ojos de ambos temblaban en llanto. Él susurraba algo, como una disculpa. Ella le respondió con un beso.

Se paró el tiempo. Tal vez, como él escribió tiempo atrás, fuera, en la calle coches incendiados y ruidos de sirenas alertaban del comienzo de un nuevo día.